23 sept 2008

Una carrera contra el tiempo... Recuerdo del escritor que sabía que moriría joven

Rafael Chaparro. Fotografía: La Prensa.

Nadie puede afirmar que Pink Tomate fuese su encarnación literaria, pero como el prodigio de la literatura permite que el lector especule y arme el rostro y la sicología de sus personajes de papel, a muchos nos ha dado por pensar en un gato con gafas redondas, que quería acabar con la existencia de todos los cigarrillos Pielroja, todos los chicles, todas las botas de gamuza, todas las nubes y todos los aromas. (…) Los no lectores, los facilistas, los lenguaraces, los críticos de borrachera, jamás entenderán que esta novela, más que para leer, se escribió para fumar.

Ignacio Ramírez.

“Nefelibata y Opio”.

Lecturas Dominicales, El Tiempo. Abril 11 de 1999.

El humo de los Pielroja que le salía por la boca era una extensión de sus palabras y les daba el acento y la fuerza necesarios para ser muy claro en todo lo que me contestó esa tarde. Varias cosas más advertí durante la entrevista que le hice a Rafael Chaparro Madiedo. Una de ellas: que él sabía perfectamente de la inminencia de su muerte. Otra: que era un tipo muy talentoso y con un amplio bagaje de lecturas. Y también que su timidez podría compararse con lo medrosos que son los gatos. Después de ese día no lo volví a ver jamás.

Ignacio Ramírez[1] entrevista a Chaparro

En octubre de 1992, cuando los jurados del Premio Nacional de Literatura de Colcultura dieron como ganadora la novela Opio en las nubes, de Chaparro, lo llamé y concerté una cita para entrevistarlo. Después de ese encuentro le dije que quería leerme la obra antes de hacer un perfil y él me prestó su manuscrito, cosa que muy pocos podemos contar.

Cuando llegué a su oficina en el diario La Prensa me presenté y de inmediato encendí mi grabadora. Luego me di cuenta de que todos los casetes que usé quedaron en blanco porque conecté el micrófono por el orificio de los audífonos. Entonces tuve que escribir el perfil de memoria para el periódico El Tiempo, donde tenía una columna que se llamaba “Literalúdica”[2] especializada en escritores colombianos.

En el inicio de la entrevista fue muy difícil sacarle a Chaparro más de dos o tres palabras. Mi primera impresión fue que me encontraba ante un tipo muy tímido, que no hablaba más de lo necesario y que desconfiaba de mi presencia. Él era como uno de los personajes de su novela, como el medroso Pink Tomate. En todo caso, y por fortuna para mí, cada pregunta que le hacía actuaba como una especie de paliativo para combatir esa timidez abismal. Al final terminamos hablando de manera amena de muchas cosas, sobre todo de literatura, un campo en el que descubrí a un Rafael Chaparro muy joven y talentoso, que sentía una profunda admiración por los versos malditos de Baudelaire y Rimbaud y también conocía muy bien la obra de René Chart, Pavese y Céline. Había diversificado mucho sus lecturas para ser tan joven. Para entonces debía tener veintiocho años.

Una persona puede tener mucho talento, pero si no ha aprendido a leer y a escribir con disciplina, comete errores. Él ya tenía un oficio de escritor y me di cuenta de eso. Ya había leído mucho y también escrito mucho. De otra forma no hubiera podido concebir Opio en las nubes. Esa es la única manera en la que se consolida un escritor. En literatura no existe casi la precocidad, hay un poeta que es Rimbaud que a los dieciséis escribió Una temporada en el Infierno; o un novelista como Vargas Llosa que a los veinte años ya estaba escribiendo La ciudad y los perros. Eso fue lo que vi, que el tipo tenía ya formada una trastienda de conocimientos de buenos autores como Joyce, quien es evidente en Opio en las nubes por la experimentación con el lenguaje y un poco por el delirio. Chaparro escribió una locura y por su talento y sus influencias le salió algo con ritmo y coherencia. Yo no tengo la menor duda de que era muy talentoso.

La descripción

Recuerdo su aspecto: era un muchacho de gafas y mirada introvertida, pero al tiempo observadora, como si estuviera pendiente de todo detalle. Sus ojos eran oscuros, su pelo también. Usaba jeans desteñidos, camiseta de algodón por fuera y botas de gamuza con suela de goma, de esas que estuvieron muy a la moda entre los que somos de la generación de los sesenta. Me dijo que siempre las usaba como señal de su identidad. Parecía, en resumen, el típico estudiante universitario de la época, pero de los del tipo automarginado, en contravía con todo y sin intención de llamar la atención. Si uno no lo supiera, no podría adivinar que ese muchacho fuera uno de los libretistas del programa de televisión Zoociedad.

Chaparro era un hombre de excesiva timidez, hablaba muy bajito y estuvo evidentemente nervioso durante la entrevista. Entre tanta timidez y humo de cigarrillo se le notaba que estaba algo más que feliz por haberse ganado el premio de novela. También fumaba mucho. Recuerdo que durante nuestra charla se fumó por lo menos un paquete de Pielroja y en algunos momentos prendió, casi con angustia, el cigarrillo siguiente con la colilla todavía encendida del anterior. En algunos otros le daba vergüenza verse tan compulsivo y apagaba el cigarrillo con rabia y fuerza en el cenicero y sacaba un fósforo para encender otro. Así se la pasó toda la tarde. Hoy pienso que esa forma compulsiva de fumar se debía a la certeza de que pronto iba a morir. Ya incluso sabía que su muerte se llamaba lupus, una enfermedad bastante rara.

La certeza de la muerte y sus influjos literarios

Nadie ha comprendido que el tabaco es el mejor amigo del escritor en esas noches solitarias cuando uno está frente al computador y la pantalla está en blanco. El tabaco es una especie de mar extraño por donde navegan las ideas. Unas se van con el humo. Otras se quedan. Se escriben.

Rafael Chaparro Madiedo.

“Un poco triste, pero más feliz que los demás”.

La Prensa. Enero 22 de 1995.

Él me habló de su enfermedad y, por lo que dijo, y por lo que uno encuentra en su novela, era muy consciente de que ya lo estaba rondando la muerte, de que no había escapatoria. Se aferraba angustiosamente al cigarrillo de turno, como si éste le diera paz y le devolviera un poco de vida. Según él, lamentablemente estaba en una carrera contra el tiempo, y la novela, precisamente, mostraba buena parte de esa vertiginosidad impuesta por la circunstancia misteriosa por la cual iba a morir joven y no podría escribir más. Opio en las nubes revela esa condición, es una desaforada carrera para contarlo todo. Es decir, la noche se va a acabar y lo que realmente vale la pena es la noche, entonces hay que salir corriendo antes de que termine, hay que escribir un libro antes de que termine.

Yo creo que él pretendía que Opio en las nubes fuera como una especie de testamento literario. El libro es toda la zaga entre la vida y la muerte, en la noche, con la presencia palpitante de Bogotá. También están las grandes ciudades como Nueva York de noche. Y es que hasta ese momento la ciudad, dentro de nuestra literatura, no había sido contada de esa manera. Sobre la noche se ha escrito desde los inicios de la literatura, pero así con tanto afán, con tanta carrera y delirio, con tanta certeza de que eso va a terminar, nadie lo había hecho.

Lo que vino después

Finalizada la entrevista, por la noche leí la novela y me gustó muchísimo. Desde el momento en que leí la primera línea fui atrapado por su novedoso estilo. Luego devoré cada página sin pausas hasta la madrugada. Para siempre quedé con la sensación de que Opio en las nubes fue escrita con tinta de humo de cigarrillo, más apta para los lectores fumadores, y con el sonido y la presencia permanentes de una ambulancia.

En la mañana me fui feliz a compartirla con un grupo de escritores de otras generaciones y esta gente le hizo el feo. Ninguno la aprobó y la compararon con Que viva la música, de Andrés Caicedo. Y aunque sin duda hay una cadena de novelas musicales en la historia de la literatura colombiana, dentro de esas la de Caicedo, al lado de novelas como la de Magil[3] (Conciertos del desconcierto), la de Rafael Chaparro no se centra en lo musical sino en la ciudad. Estos escritores le hicieron el feo a Opio en las nubes porque era de un muchacho. Eso es cierto, porque cuando la novela llegó a manos de los jóvenes pasó todo lo contrario: sintieron que ahí había otra cosa, se identificaron con ella y se dieron cuenta de que estaba inaugurando una enorme cantidad de ámbitos no tratados en la literatura nacional.

Su lenguaje es muy vertiginoso, bien utilizado, inteligente, que absorbe, que deja que uno participe en él, que hace que uno no suelte la novela y por eso me dio tanta tristeza y sentí tanto vacío cuando los escritores, ufanos de ser muy importantes, rechazaron la obra sin argumentos objetivos. Pienso que sin que sea una obra maestra, Opio en las nubes partió en dos una buena parte de nuestra literatura.

Luego surgió una serie de gente muy brillante, joven por supuesto, que asumió que no había que comerle carreta a los críticos que desbarataban la novela y que hoy en día la miran todavía por encima de los hombros, porque no la han leído o porque no saben leer ese tipo de cosas. Entonces, empiezan a publicarse en diversos medios todo tipo de textos y ensayos sobre Opio, en los que personas como Luz Mary Giraldo, Álvaro Pineda Botero, Mario Jursich Durán, María Alejandra Jaramillo y otros, argumentaron virtudes de la novela. El hecho de que Fabio Rubiano la haya montado al teatro y que creara una afortunada versión, es muy diciente. Porque Fabio es un buen director de teatro y porque, para mí, Opio en las nubes es lo mejor que ha montado dentro de su experimentación. Otro grupo bogotano, Jóvenes Libres, también la montó y la llevó a Chile con éxito. Este tipo de cosas le da validez al fallo de los jurados y ayuda a ratificar la importancia de la novela.

Entre líneas

Era la época de Pablo Escobar y de otros narcotraficantes duros que movían mucho dinero y hacían estallar bombas, como la del centro comercial de la 93. Época tan crítica como han sido todas y que estuvo marcada por un enorme desconcierto. Los capos con su dinero inundaban todas las esferas. Recuerdo que sucedió un fenómeno muy grave con las artes plásticas, pues alguien les dijo a estos señores que tener obras de arte era un buen negocio, una magnífica inversión. Escobar, por ejemplo, llegó a tener hasta un Picasso. Eso encareció hasta el más insignificante cuadrito, y lo mismo ocurrió con todo.

También surgieron unas ‘subliteraturas’ mediante las cuales se hacían desmesurados elogios a estos personajes y que por fortuna nunca fueron hechas por un escritor profesional. Ahí sólo intervinieron periodistas oportunistas sin vocación literaria, que escribieron biografías de Pablo Escobar, Rodríguez Gacha y otros más.

Todo ese tipo de cosas tiene que asumirlas un escritor como Rafael Chaparro Madiedo, que aparte trabajaba como periodista. Me atrevo a decir que esta época lo marcó como nos marcó a muchos. Sin embargo, sé que él no estaba inmerso en ese mundo porque tuvo la fortuna de ser cronista en el diario La Prensa, un medio muy particular, pues siendo `pastranista`, con una enorme carga de cosas para criticarle desde el punto de vista político, tenía el único espacio visible para el arte. Ellos le dedicaban varias páginas grandes a lo cultural, con una forma muy bien desarrollada y con una planta muy lúcida de personas como William Ospina y Fernando Garavito. Allí Rafael tenía rienda suelta para escribir de lo que le gustaba. En todo caso uno podría encontrar muchas cosas de la Colombia de entonces en su novela, sólo que no tan palpables.

El recuerdo

Rafael Chaparro Madiedo murió de 31 años en la noche del 17 de abril 1995, a causa del lupus. Hoy, su única novela, que fue escrita contra el tiempo, sigue siendo muy popular entre los jóvenes. Es de mis favoritas y la he leído un par de veces. Conocerlo esa tarde fue una experiencia que recuerdo. Dos meses después de su muerte volví a tener en mis manos a Opio en las nubes y escribí para la revista Credencial, como homenaje, el artículo “Chaparro: Un socio para el club de los muertos”. En ese texto jugué con varios apartes de la novela y recordé la muerte de Sven como si fuera la de Chaparro, como si hubiese sido abaleado, o apuñalado en el baño lleno de vómito de un bar, mientras sonaba la canción With or Without you de U2, y luego fallecía en un ambulancia:

La gente me miraba con esos ojos que decían, pobre chico, tan joven, tan sano, tan blanco y yo les dije tranquila gente, no soy tan sano, ni tan limpio, ni tan creyente, no me lavo todas las mañanas los dientes como ustedes, no leo tantos libros, no hago deporte, ni rindo tanto en el trabajo como ustedes, tranquila gente.

Siempre había querido una muerte así, con violencia, con whisky en la mitad de los sesos, una muerte nocturna y en una ambulancia con una enfermera que me dijera que pasáramos la noche juntos.

Cerré los ojos y de pronto me sentí como un árbol atravesado por cuchillos blancos[4]. (p. 16).


[1] Ignacio Ramírez fue escritor y periodista. Trabajó para el periódico El Tiempo en la década de 1990 y también para la revista Credencial. Durante mucho tiempo, hasta que su salud se lo permitío, mantuvo la publicación por internet sobre periodismo, literatura y cultura denominada Cronopios, cuya dirección es http://cronopiosdiariovirtual.blogspot.com/. Esta entrevista fue hecha en noviembre de 2006. Ignacio murió el 20 de diciembre de 2007.

[2]Literalúdica” fue una de las secciones del suplemento Lecturas Dominicales de ese impreso. Allí Ignacio Ramírez también publicó el texto Nefelibata y opio, en el cual resaltó el lanzamiento de la segunda edición de Opio en las nubes (la primera de Proyecto Editorial) que venía con un prólogo de Fabio Rubiano, quien en 1995 había adaptado Opio al teatro. En ese artículo también se menciona la postulación de la novela en 1993 al premio Rómulo Gallegos, “la más alta distinción literaria entre los latinoamericanos” según Ramírez.

[3] Manuel Giraldo, más conocido como "Magil", en 1981 ganó el premio nacional de novela Plaza y Janés con Conciertos del desconcierto. El Instituto Tolimense de Cultura publicó en 1982 su libro de cuentos Más de noche y otras apariciones, que reeditó la editorial Oveja Negra. También es el autor de la novela Iluminados de 1994.

[4] Ramírez, Ignacio. “Chaparro: Un socio para el Club de los Muertos”. En: Credencial. Bogotá, junio de 1995. p 12 a 16.

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